DULCES TRADICIONES CONTRA LA GLOBALIZACIÓN

Uno de los efectos negativos de la globalización es que a cualquier viajero no avezado le puede parecer que todas las ciudades son iguales. Sobre todo los suburbios, las afueras… Cuando uno llega a una ciudad desconocida y empieza a reconocer los mismos luminosos en todas partes, con los mismos mensajes que anuncian los mismos productos que podemos consumir o adquirir lo mismo en Nueva York, que en Amsterdam o en Lima. Me refiero a esas cadenas de hamburgueserías y comida rápida, pero también a esos lugares donde venden café y te a unos precios exorbitantes, solamente porque cierto logo aparece en la taza (o en el vaso de cartón!!!) en los que son servidos. Igual pasa con la ropa. Antes viajabas y encontrabas que las modas no eran iguales en todas partes, que cada lugar tenía su forma de adaptarlas o adoptarlas y que, en algunos, ni siquiera se seguían las nuevas directrices de la alta costura o del pret a porter. Ahora entras a un café o en el aula de cualquier universidad de cualquier ciudad y te encuentras a los jóvenes debidamente uniformados, en diferentes estilos, pero iguales a sus homólogos de tribu de ciudades y países distantes.

 

Esta monotonía se rompe, sin embargo, en la tradición gastronómica, y es por eso que cada día se le da más importancia a esta cuestión. Porque no queremos perder el factor sorpresa y de exclusividad, ese poder traer a casa, de vuelta de algún viaje, productos típicos del lugar y que el que lo reciba, lo reconozca como original y propio (algo que las artesanías aún conservan, aunque de manera cada vez menos clara,  puesto que ya se venden maravillas de otros países en todos los mercadillos artesanales de ferias y exposiciones).

 

Pero con la comida es difícil que así pase, sobre todo con los productos perecederos, y aquellos que se consumen solo en determinadas fechas del año. Así nos pasa, y esperamos que nos siga pasando siempre, con la repostería.  En mayo, el producto típico madrileño son las rosquillas de San Isidro, conocidas como “tontas y listas”. Y si nos fijamos en su denominación, veremos que siempre se habla de ellas en plural. Nunca se dice rosquilla de San Isidro, porque no se compran ni se comen de una en una. Después de una siempre viene, al menos, otra. Es inevitable y es su carácter estacional el que anima a consumirlas con mayor placer: el saber que no podemos comerlas siempre, ni en cualquier ciudad. Tiene que ser en el mes de mayo y en Madrid. Y si ya queremos ponernos finos, la tradición manda que se acuda a comprarlas en alguna de las reposterías tradicionales de Madrid, y no en un supermercado.

 

En Viena Capellanes, las rosquillas de San Isidro se vienen fabricando desde su fundación allá por 1873, y son un clásico de la firma hasta hoy. Lo ideal era tomarlas con café o con el chocolate Reina Victoria, que era exclusivo de Viena Capellanes, y que también fue conocido durante la república como Victoria (a secas). Con reina o sin ella, lo que hacía exclusiva una merienda en Viena Capellanes durante San Isidro eran las rosquillas. Las mismas que hoy en día se siguen fabricando a mano, de una en una, por sus artesanos pasteleros, con los mismos ingredientes naturales y de calidad….  Son estos detalles los que las diferencian de los productos industriales, que cada vez proliferan mas, pero que, afortunadamente, en Viena Capellanes mantienen esta dulce tradición, a pesar de la globalización.