El precio del pan
Si hoy preguntaran a nuestros políticos no ya por el precio de un café en la calle sino por el de una barra de pan, seguro que no acertarían con la respuesta adecuada.
A principios del siglo XX, sin embargo, esto podría ocurrir si nos fuéramos a las altas esferas de la administración pero no sería igual en el ayuntamiento, donde el precio del pan era cuestión de debate permanente y traía de cabeza a todos. La cuestión es que entonces el pan se consideraba un producto de primera necesidad y modificar su precio podría ocasionar que la gente se amotinara en las calles.
Como el trabajo de panadero era duro y el sueldo escaso, los operarios se sindicaban para obtener protección y se organizaban bajo el denominador de Sindicato de las Artes Blancas, en torno a la Casa del Pueblo. Fuera del grupo quedaba un sector que se sentía aún más indefenso, el de los repartidores de pan. Su debilidad venía, sobre todo, de que eran el último eslabón de la cadena en la comercialización del género. Hay que tener en cuenta que aunque el pan se consumía en grandes cantidades, el margen de beneficio para los propietarios era escaso, pues el precio de venta se ajustaba casi en paridad con el de la harina. De manera que cuando la crisis era fuerte y el ayuntamiento solicitaba que disminuyera el precio todos se echaban las manos a la cabeza. Los harineros y tahoneros porque no estaban dispuestos a perder dinero y temían insinuar siquiera una posible reducción del salario de unos trabajadores que realmente no podían trabajar por menos. Así, cuando en 1914 hubo que negociarse la bajada del precio en la capital, se optó por eliminar el reparto a domicilio, lo que provocó que los repartidores, jóvenes muchachos en su mayoría, se manifestaran en las calles de Madrid. El martes 7 de abril se reunieron todos en la Plaza de Isabel II provistos de bastones y de palos y solo se disolvieron cuando apareció la policía montada a intentar poner orden. Al poco tiempo, sin embargo, se reagruparon y se dirigieron todos en grupo a la panadería más cercana, que resultó ser la de Viena Capellanes de la calle Arenal. Ahí descargaron su rabia por haber quedado sin trabajo y arremetieron con piedras contra los escaparates, que quedaron destrozados al igual que el coche de reparto aparcado a la puerta. La policía volvió a la carga, y los repartidores huyeron corriendo por la calle Fuentes.
Cien años después, cuando entramos hoy en la sucursal de Arenal, tan bonita, tan bien decorada, tan elegante y tan provista de género para todos los gustos, no podemos dejar de pensar qué lejos han quedado esos tiempos, cuántas cosas han pasado y cuánto esfuerzo hemos hecho entre todos para poder haber llegado a donde hemos llegado.
(NOTA.- Las fotos que ilustran esta anécdota muestran dos momentos diferentes de la Sucursal de Arenal: en su situación original en los años 20; y con los estragos que causó en dicha tienda la guerra civil)
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